06-29-2006, 10:38 PM
Si los hombres menstruarán
Un poco de humor nunca está de más. Este texto (en inglés, originalmente) fue escrito por la autora, conocida feminista estadounidense y fundadora de la revista Ms. Magazine, en los años sesenta (nota de las editoras).
Una minoría blanca del mundo se ha pasado siglos intentando hacernos creer que la piel blanca hace a la gente superior, a pesar de que lo único que hace en realidad es que la mayoría de quienes la tienen note más el efecto de los rayos ultravioletas y de las arrugas. Los seres humanos hombres han construido, incluso, culturas enteras en torno a la idea de que la envidia del pene le es “natural” a las mujeres, a pesar que podría decirse que tener un órgano tan mal protegido hace vulnerables a los hombres, y que la envidia al vientre, por el hecho de que éste permite engendrar vida, tendría que ser, por lo menos, igualmente lógica.
Resumiendo, se piensa que las características de quienes tienen el poder, sean cuales fueren, son mejores que las características de quienes no tienen el poder; y esto no tiene nada que ver con la lógica.
¿Qué ocurriría por ejemplo, si de pronto, por arte de magia, los hombres pudieran tener la menstruación y las mujeres no?
La respuesta está clara: la menstruación sería un acontecimiento de hombres totalmente envidiable y del que se podría presumir.
Los hombres hablarían del tiempo de duración, y de la cantidad de su período.
Los muchachos celebrarían el inicio del período –ansiada prueba de su masculinidad– con rituales religiosos y fiestas sólo para hombres.
El Congreso subvencionaría el Instituto Nacional de la Dismenorrea para combatir las molestias del mes.
Compresas y tampones recibirían subvenciones federales por lo que serían gratuitas. (Lo que no implicaría, sin duda, que algunos hombres prefirieran pagar por marcas comerciales de prestigio, como los tampones John Wayne, las compresas a prueba de combas Muhammad Alí).
Los militares, los políticos de derechas, y los fundamentalistas de la religión citarían la menstruación (“men” en inglés, significa “hombres”, + “struación”) como prueba de que sólo los hombres pueden servir en el ejército (“debes poder dar tu sangre para tomar la sangre de otros”), ostentar cargos políticos (“¿tienen las mujeres la capacidad de ser agresivas cuando les falta este ciclo constante que viene regido por el planeta Marte?”), ser sacerdotes o ministros (“¿cómo podría una mujer dar su sangre por nuestros pecados?”) o rabinos (“sin la pérdida mensual de lo impuro, las mujeres no están limpias”).
Los hombres radicales, los políticos de izquierda, los místicos, por su lado, insistirían en que las mujeres son iguales sólo que diferentes, y en que cualquier mujer podría unirse a ellos siempre y cuando estuviera dispuesta a autoinflingirse una herida importante al mes (“debes dar tu sangre por la revolución”), a reconocer la importancia prioritaria de los temas menstruales, o a subordinar su yo a todos los hombres en su Círculo de Ilustración. El hombre de a pie presumiría siempre (“Yo tengo que ponerme tres compresas”) o al contestar un elogio de un compañero (“Qué bien que te veo, chico”) chocaría las cinco y diría: “Claro, tío, ¡estoy con el trapito!”. Los programas de televisión tratarían el tema continuamente. También los periódicos. (“Miedo a tiburones amenaza a hombres con período. Juez admite estrés mensual como atenuante de violación”). Y el cine: (Newman y Redford en ¡“Hermanos de sangre”!).
Los hombres convencerían a las mujeres de que hacer el amor es más placentero “justamente en esos diítas”. Se diría: las lesbianas temen la sangre y por tanto la vida misma, aunque eso será porque nunca se han topado con un verdadero hombre menstruante.
Los intelectuales, sin duda, ofrecerían los argumentos más morales y lógicos.
¿Cómo va una mujer a dominar las disciplinas que requieren un sentido del tiempo, del espacio, de las matemáticas o la medida, por ejemplo, si no dispone de ese don innato para la medición de los ciclos de la luna y los planetas y, por ende, para la medición de cualquier cosa?
En los enrarecidos campos de la filosofía y la religión, ¿podrían las mujeres hacer algo para compensar el no poder percibir el ritmo del universo, o su falta de contacto mensual con la muerte y la resurrección simbólicas?...
Los liberales de todos los campos intentarían ser amables: el hecho de que “estas personas” no tengan el don de medición de la vida, o de la conexión con el universo –explicarían– es suficiente en sí mismo como castigo.
¿Y cómo se entrenaría a reaccionar las mujeres? Las mujeres tradicionales –se puede imaginar– estarían todas de acuerdo con todos los argumentos aceptándolos con tenaz y sonriente masoquismo. “La sangre de tu marido es tan sagrada como la de Jesús; ¡y además muy sexy!”.
Las reformistas intentarían imitar a los hombres, pretendiendo tener el ciclo mensual. Todas las feministas explicarían una y otra vez que los hombres también necesitan ser liberados de la falsa idea de la agresividad marciana, al igual que las mujeres necesitan escapar del esclavismo de la envidia a la menstruación. Las feministas radicales añadirían que la opresión de lo no-menstrual es el patrón por el que se rigen todos los tipos de opresión (“La población vampira fue la primera que luchó por la libertad!”). Las feministas culturales desarrollarían una imaginería sin sangre para el arte y la literatura. Las feministas socialistas insistirían en que es el capitalismo el que permite que los hombres monopolicen la sangre menstrual…
De hecho, si los hombres tuvieran el período, las justificaciones del poder podrían ser interminables…
Bueno, pero eso sólo si les dejamos.
Un poco de humor nunca está de más. Este texto (en inglés, originalmente) fue escrito por la autora, conocida feminista estadounidense y fundadora de la revista Ms. Magazine, en los años sesenta (nota de las editoras).
Una minoría blanca del mundo se ha pasado siglos intentando hacernos creer que la piel blanca hace a la gente superior, a pesar de que lo único que hace en realidad es que la mayoría de quienes la tienen note más el efecto de los rayos ultravioletas y de las arrugas. Los seres humanos hombres han construido, incluso, culturas enteras en torno a la idea de que la envidia del pene le es “natural” a las mujeres, a pesar que podría decirse que tener un órgano tan mal protegido hace vulnerables a los hombres, y que la envidia al vientre, por el hecho de que éste permite engendrar vida, tendría que ser, por lo menos, igualmente lógica.
Resumiendo, se piensa que las características de quienes tienen el poder, sean cuales fueren, son mejores que las características de quienes no tienen el poder; y esto no tiene nada que ver con la lógica.
¿Qué ocurriría por ejemplo, si de pronto, por arte de magia, los hombres pudieran tener la menstruación y las mujeres no?
La respuesta está clara: la menstruación sería un acontecimiento de hombres totalmente envidiable y del que se podría presumir.
Los hombres hablarían del tiempo de duración, y de la cantidad de su período.
Los muchachos celebrarían el inicio del período –ansiada prueba de su masculinidad– con rituales religiosos y fiestas sólo para hombres.
El Congreso subvencionaría el Instituto Nacional de la Dismenorrea para combatir las molestias del mes.
Compresas y tampones recibirían subvenciones federales por lo que serían gratuitas. (Lo que no implicaría, sin duda, que algunos hombres prefirieran pagar por marcas comerciales de prestigio, como los tampones John Wayne, las compresas a prueba de combas Muhammad Alí).
Los militares, los políticos de derechas, y los fundamentalistas de la religión citarían la menstruación (“men” en inglés, significa “hombres”, + “struación”) como prueba de que sólo los hombres pueden servir en el ejército (“debes poder dar tu sangre para tomar la sangre de otros”), ostentar cargos políticos (“¿tienen las mujeres la capacidad de ser agresivas cuando les falta este ciclo constante que viene regido por el planeta Marte?”), ser sacerdotes o ministros (“¿cómo podría una mujer dar su sangre por nuestros pecados?”) o rabinos (“sin la pérdida mensual de lo impuro, las mujeres no están limpias”).
Los hombres radicales, los políticos de izquierda, los místicos, por su lado, insistirían en que las mujeres son iguales sólo que diferentes, y en que cualquier mujer podría unirse a ellos siempre y cuando estuviera dispuesta a autoinflingirse una herida importante al mes (“debes dar tu sangre por la revolución”), a reconocer la importancia prioritaria de los temas menstruales, o a subordinar su yo a todos los hombres en su Círculo de Ilustración. El hombre de a pie presumiría siempre (“Yo tengo que ponerme tres compresas”) o al contestar un elogio de un compañero (“Qué bien que te veo, chico”) chocaría las cinco y diría: “Claro, tío, ¡estoy con el trapito!”. Los programas de televisión tratarían el tema continuamente. También los periódicos. (“Miedo a tiburones amenaza a hombres con período. Juez admite estrés mensual como atenuante de violación”). Y el cine: (Newman y Redford en ¡“Hermanos de sangre”!).
Los hombres convencerían a las mujeres de que hacer el amor es más placentero “justamente en esos diítas”. Se diría: las lesbianas temen la sangre y por tanto la vida misma, aunque eso será porque nunca se han topado con un verdadero hombre menstruante.
Los intelectuales, sin duda, ofrecerían los argumentos más morales y lógicos.
¿Cómo va una mujer a dominar las disciplinas que requieren un sentido del tiempo, del espacio, de las matemáticas o la medida, por ejemplo, si no dispone de ese don innato para la medición de los ciclos de la luna y los planetas y, por ende, para la medición de cualquier cosa?
En los enrarecidos campos de la filosofía y la religión, ¿podrían las mujeres hacer algo para compensar el no poder percibir el ritmo del universo, o su falta de contacto mensual con la muerte y la resurrección simbólicas?...
Los liberales de todos los campos intentarían ser amables: el hecho de que “estas personas” no tengan el don de medición de la vida, o de la conexión con el universo –explicarían– es suficiente en sí mismo como castigo.
¿Y cómo se entrenaría a reaccionar las mujeres? Las mujeres tradicionales –se puede imaginar– estarían todas de acuerdo con todos los argumentos aceptándolos con tenaz y sonriente masoquismo. “La sangre de tu marido es tan sagrada como la de Jesús; ¡y además muy sexy!”.
Las reformistas intentarían imitar a los hombres, pretendiendo tener el ciclo mensual. Todas las feministas explicarían una y otra vez que los hombres también necesitan ser liberados de la falsa idea de la agresividad marciana, al igual que las mujeres necesitan escapar del esclavismo de la envidia a la menstruación. Las feministas radicales añadirían que la opresión de lo no-menstrual es el patrón por el que se rigen todos los tipos de opresión (“La población vampira fue la primera que luchó por la libertad!”). Las feministas culturales desarrollarían una imaginería sin sangre para el arte y la literatura. Las feministas socialistas insistirían en que es el capitalismo el que permite que los hombres monopolicen la sangre menstrual…
De hecho, si los hombres tuvieran el período, las justificaciones del poder podrían ser interminables…
Bueno, pero eso sólo si les dejamos.
Tengo Ganas de ti, de tu aroma y de tu ser,
de tu sabor y de tu piel,
de sentirte y hacer,
aquello a lo que tu llamas placer.
de tu sabor y de tu piel,
de sentirte y hacer,
aquello a lo que tu llamas placer.